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El hombre que sobrevivió a tres accidentes aéreos y no dejó de viajar en avión: “La última vez sentí que volví a nacer”

José Benito López Carballedo festejó su cumpleaños número 90. Dos meses y medio después, el 28 de diciembre, volvió celebrarlo. Esta última fecha coincide con el quinto aniversario de la vez que salió ileso de un accidente aéreo. Pero no fue la primera: antes hubo dos más.

Ahora es un martes caluroso de enero y José recibe a Infobae en el Club Español de Buenos Aires, institución que preside desde hace más de dos décadas con compromiso y dedicación. Su historia es la de un inmigrante que, a pesar de conservar la tonada gallega, hizo de Argentina su hogar. Aquí montó su empresa, se casó, tuvo dos hijos y cinco nietos. Aquí, también, se salvó tres veces de la muerte, cuando las aeronaves que abordó, se estrellaron por distintos motivos. Creer o reventar, López Carballedo salió de cada episodio sin un solo rasguño. “Nunca tuve miedo de volver a subirme a un avión”, asegura.

José nació en 1934 en la localidad española de Castroverde, provincia de Lugo. Hijo de Antonio López y Segunda Carballedo Díaz, fue el último de los seis que tuvo el matrimonio. A la Argentina emigró en 1952, cuando tenía 17 años. “Vine en barco. El viaje duró 21 días. Éramos mil pasajeros divididos en dos camarotes: uno para hombres y otro para mujeres. A mí me gustaba más estar con las mujeres, pero tenía que estar donde me mandaban”, recuerda entre risas.

En Buenos Aires lo esperaban dos de sus hermanas, que habían llegado junto a sus maridos en busca de un futuro más prometedor. Lo primero que hizo fue buscar un trabajo. Arrancó limpiando baños, pero duró poco. “Rápidamente, conseguí un puesto en una fábrica de zapatos que se llama ‘Calzado Guante’. Una de las mejores del país.

Después me independicé, puse una fábrica pequeña de lavandina que, con los años, fue creciendo hasta convertirse en una empresa líder de limpieza. Llegué a tener 80 empleados”, explica José, que, en el medio, también se dedicó a la explotación ganadera y agrícola luego de adquirir, en 1970, un campo de 880 hectáreas, ubicado en la localidad de Nicanor Otamendi, cerca de Mar del Plata. “Invertí algo de mi dinero, más otro poco que me prestaron y compré el predio a tranquera cerrada. Tenía alrededor de mil cabezas y un tractor”, cuenta.

Según dice, su interés por la aviación no radicaba en pilotar, sino en la comodidad que brindaban para viajar, tanto a España como a su campo, al que bautizó “La Angelita”. De hecho, los tres siniestros a los que sobrevivió, sucedieron camino hacia ese lugar. “Los dos primeros fueron ‘accidentes tontos’ por fallas en el tren de aterrizaje. La primera vez, dimos varias vueltas y quedamos parados. Estaba con unos amigos y mi mujer. Ella y yo bajamos de la mano.

La segunda vez, en 2008, los pilotos se despistaron y aterrizamos de panza. Ahí tampoco nos pasó nada: salimos del avión sonriendo. De la tercera todavía no pudimos saber los motivos. Pero esa vez fue diferente… Ese día volvimos a nacer”, dice mientras escrolea en la pantalla de su teléfono celular buscando imágenes de cómo quedó la aeronave, destrozada, sobre un campo de maíz.

25 minutos de incertidumbre

El episodio al que se refiere López Carballedo ocurrió el 28 de diciembre de 2019. Ese día, José, su esposa, sus hijos y sus nietos abordaron un avión privado para realizar “un vuelo de prueba”. “Como tenía un poco más de presupuesto, quería cambiar mi avión por otro mejor, para viajar a Europa y hacer menos escalas. Finalmente, conseguí uno que reunía las condiciones que pretendía e hicimos el famoso viaje de prueba. El avión estaba en Estados Unidos y había llegado hacía dos días a la Argentina”, repasa José.

Pero el vuelo, que debía ser una demostración de las bondades de la aeronave, pronto se convirtió en una pesadilla. “Estábamos a 35.000 pies, que es la altura máxima que agarran los aviones, y se plantó un motor. Tres minutos después, se plantó el otro. Nadie entendía nada y las condiciones climáticas eran malas”, sigue.

Sin motores, los pilotos improvisaron. Primero intentaron aterrizar en Mar del Plata, pero desistieron. “Vamos a hacer un desastre”, vaticinó uno. Entonces decidieron volar a ciegas sobre la provincia de Buenos Aires. La secuencia duró 25 minutos: “Nadie decía una palabra. Yo iba junto a la ventanilla, intentando observar algo, pero no se veía nada de nada. Era todo nubes. Al lado estaba mi mujer: íbamos tomados de la mano. No pensé que podía morirme porque no tomamos mucha conciencia de lo que estaba pasando. Al no haber motores, el vuelo era sereno y sin ruido”.

Para López Carballedo, la altura los favoreció. “Fuimos planeando hasta que apareció una finca con un maizal y tuvimos tanta buena suerte que el avión se deslizó unos 500 metros y se detuvo”, detalla. Y, con su característico sentido del humor, sigue: “Al final salimos por la puerta de emergencia, nos abrazamos con los pilotos y acá estamos. Después vinieron a auxiliarnos y terminamos comiendo un lindo asado en el campo. Para volver decimos tomar un vuelo de línea“.

Una promesa

José recién volvió a España en 1965, más de una década después de su partida. Llegó de sorpresa, dice, y su familia no lo reconoció. “Pasé años sin hablar con mis padres por teléfono. Nos manteníamos en contacto a través de cartas que mandábamos por barco o por avión.

Numerábamos los sobres, que muchas se perdían en el camino”, cuenta y enseguida trae a colación una anécdota para dejar en claro que no todas sus experiencias con aviones fueron malas: “Para subirme al barco que me trajo a la Argentina tuve que viajar hasta el puerto en ferrocarril. Mi padre me acompañó hasta la estación. Recuerdo que nos dimos un abrazo en el andén, yo me senté al lado de la ventanilla y, desde ahí, mantuvimos un pequeño intercambio”.

El diálogo, según José, fue más o menos así:

—Hijo, hago de cuenta que te llevo al cementerio. Nunca más te vuelvo a ver.

—Papá, no llores que algún día voy a volver. Y voy a volver en avión.

—Pepillo, no vuelvas el avión a ver si todavía te caes y te lastimas.

“Al final volví con mi propio avión dos veces a España. Fue un vuelo bastante complicado y, sin embargo, no nos caímos”, dice ahora López Carballedo, en referencia al viaje que realizó en el año 2003, cuando emuló el vuelo del Plus Ultra (NdR.: el hidroavión de la Aeronáutica Militar española que voló por primera de España a América en 1926) pero en sentido contrario: partió desde Buenos Aires hacia España.

“Soy más argentino que español”

El 5 de septiembre pasado, el Club Español de Buenos Aires, que José preside desde hace dos décadas, celebró su 172° aniversario. El lugar, ubicado en la calle Bernardo de Irigoyen al 100, se dedica a promover actividades sociales, culturales y benéficas, para fortalecer los lazos entre España y Argentina.

“Llegué aquí después de ser presidente de distintas instituciones, entre ellas, el club Deportivo Español, el Hospital Español y del hospital Gallego. Cuando asumí el cargo, el club estaba en una situación económica muy mala; pero, de a poco, lo fuimos recuperando”, dice orgulloso López Carballedo.

“Por aquí han pasado todas las autoridades españolas, empezando por los Reyes; y, también, presidentes argentinos, como Raúl Alfonsín. Con él compartimos muchas charlas. Creo que fue uno de los mejores jefes de Estado y más humildes que tuvo el país”, agrega.

—Lleva más de 70 años viviendo en Argentina, ¿qué sentimientos le genera este país?

—Argentina tiene algo que es único. Te atrae a un nivel que, a pesar de todos los inconvenientes que hay, es muy difícil dejarlo. Yo me considero más argentino que español. Los admiro y, a la vez, los critico. Empezando por mi familia, porque mis nietos también se fueron a vivir a Europa. Después volvieron. La emigración de mi época no es como la de ahora. Hoy salís de acá y, desde el avión, ya podés hablar por WhatsApp con tu familia. Yo estuve casi 15 años sin hablar con mis padres. Los motivos también son diferentes: mis hermanas y yo nos fuimos casi por necesidad; ahora emigran por la novedad.

—¿Extraña algo de su provincia?

—Uno tiene que ser muy desagradecido para no extrañar el lugar donde se crió. Yo me fui a los 17 años, eran otras épocas. Teníamos muy poquito, pero éramos tanto o más felices que hoy con más.

Yo crecí en una zona rural, donde había ríos de poco caudal y podíamos pescar las truchas con la mano. En Pascua, subíamos a los árboles y agarrábamos los huevos de los nidos de las aves más grandes… Todo eso no se olvida. Por eso me gusta volver. La última vez fue el año pasado, después de mi cumpleaños. Y sí, volví en avión.

 

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