El Salvador: La cena de Navidad en la megacárcel de Bukele
«De aquí no sale nadie; el que cumple su condena es recapturado inmediatamente», dice Berlamino García.
Aquí es el Cecot, el acrónimo elegido para el Centro de Confinamiento del Terrorismo, pero que en las calles de El Salvador se conoce más como la megacárcel de Bukele.
Y Belarmino García es su director desde que inauguraron esta enorme prisión, hace menos de 11 meses.
Hoy es 24 de diciembre, el sol se está poniendo y en una hora estaré cenando arroz y frijoles entre pandilleros de las estructuras criminales Mara Salvatrucha (MS-13), Barrio 18-Sureños y Barrio 18-Revolucionarios, causantes de una espiral de violencia que dejó miles de muertos en el país centroamericano.
La visita fue gestionada ante la Secretaría de Comunicaciones para poder compartir la cena de Navidad con pandilleros primero y con custodios después.
Pero antes, Belarmino me hará un tour exprés.
Llevo 15 años ingresando en centros penales de Centroamérica y esto es otra cosa, definitivamente.
De entrada, sus dimensiones son colosales: 236.000 metros cuadrados, el equivalente a cinco veces el Zócalo de Ciudad de México. Muy pocas cárceles en el mundo ocupan más espacio.
«El muro principal tiene 9 metros de altura y otros 3 metros de barda electrificada; 15.000 voltios nada más –dice Belarmino, con un dejo de orgullo–, ¡15.000 voltios! Con sólo acercarse ahí, uno muere de un solo toque».
Belarmino es bajito y campechano. Habla con satisfacción de sus 17 años en la Dirección General de Centros Penales de El Salvador, y de su carrera fulgurante.
«Yo vengo desde agente», dice.
Ahora dirige «este monstruo», con mil personas bajo su mando, sin contar los 250 agentes policiales destacados y los 600 militares que cuidan el perímetro.
Una enorme construcción
Hace año y medio, el sitio donde se levantó esta mole de cemento -en Tecoluca, departamento de San Vicente-, eran tierras de cultivo en las faldas del volcán Chichontepec.
Ubicada a unos 70 kilómetros de la capital, San Salvador, desde su inauguración ha estado rodeada de polémica y secretismo, y denuncias de abusos, aislamiento, torturas y muertes por golpizas.
El presidente Nayib Bukele Bukele se refirió a ella en la red social X (antes Twitter) como «la cárcel más criticada del mundo», y en las últimas semanas se ha permitido el ingreso grupal de algunos medios locales e internacionales.
Visitarla en Navidad es un rareza.
El propio Bukele -alabado por amplios sectores de su país por sus logros en materia de seguridad- anunció en su momento que el Cecot podrá podrá alojar a «40.000 terroristas, quienes estarán incomunicados del mundo exterior», una cifra bastante abultada para un país como El Salvador, de apenas 6,3 millones de habitantes.
Por comparar, la prisión de Mármara, en Turquía, cerca de Estambul, está registrada en el Libro Guinness de los Récords como la más poblada del mundo: 22.781 reos en noviembre de 2019, pero ocupa casi el doble de espacio que la salvadoreña, y se diseñó para albergar a unas 11.000 personas.
Pero Turquía tiene 85 millones y los otros países con megacárceles que recoge el Libro Guinness de los Récords son Estados Unidos e India, con poblaciones de 340 millones y 1.400 millones de habitantes respectivamente.
Lo cierto es que, hoy, a punto de cumplirse 11 meses desde la inauguración, son poco más de 12.000 los internos, menos de un tercio. ¿Por qué?
«Son las estrategias de seguridad de las autoridades; ellos determinan cuándo y en qué momento se hacen los traslados», responde evasivo Belarmino.
Una cena como la de todos los días
La megacárcel de Bukele tiene ocho módulos gigantescos –ocho penalitos independientes, en palabras de Belarmino–, de los que seis están ocupados por emeeses y dieciocheros.
En los otros dos hay reos en fase de confianza, que no son mareros ni están enjuiciados por delitos graves, y que trabajan en el mantenimiento y limpieza del recinto; por cada ocho horas laboradas reducen dos días su condena.
Después de caminar 800 metros desde el portón de acceso, llegamos al Módulo 3, ubicado en la esquina nororiental del rectángulo que es el Cecot. Pasan unos minutos de las 6 de la tarde y afuera ya es de noche.
Al ingresar en la nave están sirviendo la cena.
Los pandilleros no salen de sus celdas, nada que ver con el lugar común al que Hollywood nos tiene acostumbrados, de comedores multitudinarios en los que ocurren peleas y ajustes de cuentas.
La comida la suministra una empresa, tres veces al día.
Reos en fase de confianza la racionan en otro sector del penal y entregan a través de las rejas un táper y un vaso plástico por cada interno.
Creí que, por ser una fecha tan señalada, el menú tendría alguna concesión, pero autoridades y pandilleros me dicen que no.
Comeremos un puño de arroz insípido, un caldo hecho a base de frijoles y dos tortillas de maíz finitas, de las que se usan para tacos. De bebida, un café ralo.
Eso mismo comen todos los días, desayuno, almuerzo y cena. La única alteración –me dice Belarmino y me confirmará luego el Paisa de la 18-Sureños– es que el arroz se sustituye por espaguetis.
Una vez al mes, los familiares pueden hacer llegar paquetes con algunos productos alimenticios de un listado que ha elaborado Centros Penales: azúcar, avena, leche y suplementos en polvo, vitaminas…
Pero, entre los pandilleros, el porcentaje de reos que tienen una familia que los apoya es el más bajo. “En el Cecot, menos de la mitad”, afirma Belarmino.
La falta de proteína animal y otros nutrientes está pasando factura.
Entrevistaré largo a seis reclusos esta noche, cara a cara, y mañana hallaré en internet fotografías hechas en el momento de la detención o incluso en sus cuentas abandonadas de Facebook: la pérdida de peso será evidente.
Noticias sobre Messi
Aunque esta cena de Nochebuena iba a ser como la de cualquier otro día, mi presencia ha alterado un poco las cosas.
Bajo un estricto cordón de seguridad, con custodios equipados como antimotines, a los reos de una celda los han dejado salir al amplio pasillo central, sin grilletes, para sentarse alineados en cinco filas de 16.
Yo he podido elegir entre las 30 celdas del módulo, la 2, y también he podido seleccionar los pandilleros a los que entrevistar.
Muchos llevan meses. Antes de cenar, me he presentado y, para romper el hielo y generar cierta confianza, hemos hablado sobre asuntos mundanos.
Nadie acá sabía que Lionel Messi y su Inter Miami vendrán a El Salvador en enero, un tema álgido afuera desde que se confirmó a finales de noviembre.
Me han preguntado qué clubes triunfaron este año en la Champions y en la Libertadores, y por los ganadores de los dos últimos torneos locales de fútbol.
Después de una oración en clave evangélica que ha vociferado un reo de la 18 tatuado de pies a cabeza, ha iniciado la cena.
Yo me he sentado a comer junto al Paisa, un pandillero activo del Barrio 18-Sureños que mañana, día de Navidad, cumplirá 30 años. Se ve jovial, incluso agradecido por la conversación.
No es nada común que puedan hablar con gente que viene del exterior.
La insípida mezcla de arroz y frijoles la comemos sin cubiertos, usando pedazos de tortilla como cuchara. Sobra decir que soy el más torpe.
La vida dentro
El Paisa es Luis Alonso García Flores, de El Refugio, departamento de Ahuachapán.
Desde 2017 cumple una condena por homicidio y nunca ha recibido una visita ni una llamada telefónica, prohibidas desde marzo de 2016 en las cárceles que alojan sólo a pandilleros.
Hace varios días que no los dejaban salir de la celda, me cuenta.
Antes tenían salidas ocasionales al pasillo para programas de lectura bíblica y de estiramientos físicos, impartidos por reos en fase de confianza, «pero en diciembre están suspendidos los programas, ya culminaron», me dirá luego Belarmino.
En el Cecot no se imparten talleres formativos y no les dejan ingresar una novela.
«La verdad es que quisiéramos tener aunque sea un pequeña biblioteca para pasar leyendo en el día», me dice el Paisa.
A él y a las demás personas entrevistadas les preguntaré qué pasa por sus cabezas en un día tan singular como es el 24 de diciembre.
El Paisa me responde esto: «El deseo de todo preso, poder estar con la familia, al menos recibir una visita este día. Yo tengo una hija, Lucero, que el 14 de diciembre cumplió 13 años; sólo por fe sé que sigue viva».
Sus palabras se repiten.
Oriundo de El Congo (Santa Ana), Salvador Alberto Jovel Servando, de 39 años, es un activo de la clica Western Locos de la MS-13.
Tras una vida de ingresos y salidas en penales de Estados Unidos y El Salvador, la última vez que perdió su libertad fue en noviembre de 2021. Aún no ha sido condenado.
«A mí me gustaría poder ver a mi hija, que acaba de cumplir 6 años. Se llama Allison Yamilteh y, la verdad, ojalá alguna persona se pueda disfrazar de Santa Claus y le dé el regalo que no tiene de parte del papá», dice.
Alberto Ramírez Torres es el Chogüi en la tribu de la 18-Sureños que operaba –¿opera? mientras el gobierno asegura que terminó con las pandillas, hay quien dice que quedan vestigios– en la residencial Altavista, en Ilopango.
Fue detenido el 22 de abril de 2022, cuando el régimen de excepción aún vigente en El Salvador daba sus primeros pasos. Tampoco ha sido condenado.
“Quiero decir a mi hija Naomy que la amo mucho, que todo es cuestión de tiempo, y que en nombre de Cristo Jesús, lo que le estoy diciendo ahorita a usted algún día se lo voy a decir a ella en persona. Y a todo el pueblo salvadoreño le deseo una feliz Navidad”, señala.
José Leonardo Chicas Cortés tiene 43 años pero aparenta al menos una década más. Es de Sensuntepeque, Cabañas, y vivió décadas en Estados Unidos. Asegura que dejó la pandilla hace años, cuando fue deportado. Lo detuvieron el 3 de mayo de 2022 en Honduras, lo deportaron y aún espera juicio.
“Hace casi dos años que no hablo con mi mamá, con mi esposa, con mi hijo… Le mando un saludo a mi mamá, que se llama María Cortés”, comparte.
Luis Alberto Paredes es el Miñaña de la 18-Revolucionarios. Tiene 39 años, es del barrio Concepción de San Salvador y delinquía en la zona del mercado La Tiendona. Desde mayo de 2008 cumple una condena de 65 años por homicidio agravado.
«Mi última Navidad libre fue la de 2007, y desde 2016 no he podido ver a mi familia ni a mis hijas; yo creo en Dios y él tiene la última palabra», indica.
Williams Arnoldo Vásquez Carpio es el Angel Black, palabrero de la clica de la 18-Sureños que operaba –¿opera?– en San Martín, al oriente de la capital. Lo detuvieron el 29 de junio de 2022 y está a la espera de juicio.
«Quiero enviarle un saludo a toda mi familia, especialmente a mi madre, a mis hermanos, a toda mi familia en general, que sigan perseverando y que les agradezco toda la ayuda; y a mis hijas quiero decirles que las amo mucho y que las llevo siempre en el corazón», dice.
¿Y a las víctimas de las pandillas? ¿No hay un mensaje para ellos?, le pregunto. “No, ahí sí no sé…”, tartamudea.
Las cifras y la polémica
La existencia y la vertiginosa construcción de la megacárcel de Bukele –se levantó literalmente de la nada en poco más de ocho meses– es una consecuencia directa del régimen de excepción vigente desde marzo de 2022, y que ha permitido la captura de casi 75.000 presuntos pandilleros.
Es un número que cuestionan familiares y organizaciones de derechos humanos que aseguran que son miles los inocentes encarcelados que no tenían relación alguna con las maras.
Pero bajo esa misma herramienta jurídica –el régimen de excepción–, el gobierno ha asestado a las pandillas un golpe sin precedentes.
Según sus propias cifras, la Policía Nacional Civil registra 147 homicidios hasta el 17 de diciembre de este año.
Ajustadas a los lineamientos del Protocolo de Bogotá, que establece una serie de criterios técnicos cuyo cumplimiento refleja que los datos de homicidios en América Latina y el Caribe presentan un elevado grado de validez, fiabilidad y transparencia, la cifra sube hasta 204.
Poco cambia.
La tasa de homicidios en 2023 será de 3 por cada 100.000 habitantes. Hace apenas ocho años, en 2015, El Salvador contabilizó 6.656 asesinatos, una tasa de 106 por 100.000 habitantes.
También han caído a mínimos históricos los indicadores de delitos tradicionalmente relacionados con las maras, como la desaparición de personas, los feminicidios o la extorsión.
La paradoja de la seguridad
Después de cenar con los pandilleros, he pedido conversar con custodios.
Había un centenar de ellos –y ellas– en un comedor tan amplio que se veían desperdigados. Comían carne asada, salchichas, camarones, ensaladas varias y papas fritas.
Me he sentado con cinco de ellos –también yo elegí la mesa– y les he preguntado su opinión sobre cómo viven ahora ellos y sus familias.
Por lo exiguo del salario de los agentes de seguridad, por lo general habitan las mismas colonias y cantones que por décadas han estado bajo el control de la MS-13 o la 18.
Me han aceptado la conversa bajo condición de no tomar fotos ni de publicar nombres ni lugares de residencia.
«Esto de las pandillas es bien cambiante», me justifica uno. «Las pandillas no se han exterminado por completo, todavía hay pandilleros», agrega su compañero.
Pero el cambio para bien vivido con el régimen de excepción lo expresan de forma unánime y entusiasta.
Dicen que ahora pueden llegar a las 9 de la noche sin temor, que en sus colonias se han abierto nuevas tiendas o se han ampliado las existentes. Que los repartidores ahora ingresan. Dicen que sus madres y esposas duermen más tranquilas.
Dicen, en definitiva, que la reducción de la violencia se siente, se respira, que va más allá de fríos números sobre tasas de homicidios que pueden leerse desde una computadora o un smartphone.
Esa es la paradoja que vive estos días la sociedad salvadoreña en el tema de seguridad pública.
El mismo régimen de excepción que ha truncado la vida de decenas de miles de inocentes y de sus familias representa una bendición para cientos de miles de salvadoreños, millones quizá.
Es una realidad que dentro y fuera de la cárcel sigue dividiendo a personas y familias en el que llegó a ser el país más violento del mundo.