Haitianos pasan apuros para enterrar a sus seres queridos y hallar consuelo en una capital violenta
Amigos y familiares acompañan el féretro con los restos de Jhon-Roselet Joseph. AP
PUERTO PRÍNCIPE, — Vestidos de blanco y negro, los adolescentes enfurecidos se apretujaban para ingresar a una calle estrecha de la capital haitiana.
Se detuvieron frente a un cementerio y alzaron un ataúd sobre sus hombros, algunos con lágrimas en el rostro.
“¡Viv Ansanm manje li!”, coreaban en criollo haitiano mientras caminaban de un lado a otro, el féretro balancéandose suavemente con su amigo de 16 años en el interior.
Su cántico acusaba a una agrupación de pandillas llamada Vivir Juntos de asesinar a Jhon-Roselet Joseph. Fue alcanzado por una bala perdida este mes en su comunidad de Solino, la cual ha sido atacada repetidamente por hombres armados.
En un país donde los rituales funerarios son sagrados y se venera a los muertos, cada día es más difícil hallar consuelo por la muerte de seres queridos asesinados por pandillas en una matanza implacable que asola la capital haitiana y otros lugares.
Más de 2.500 personas fueron asesinadas o resultaron heridas tan sólo en los tres primeros meses del año, según Naciones Unidas.
Cada vez con mayor frecuencia, los cuerpos de las víctimas de la violencia de pandillas son abandonados en las calles, donde se descomponen y son presa de cerdos y perros, porque un creciente número de áreas son demasiado peligrosas para que la gente salga y recoja los cadáveres. Algunos cuerpos desaparecen, especialmente los de los agentes de la Policía Nacional de Haití asesinados por las pandillas.
Sin embargo, hay quienes, como los amigos y familiares de Joseph, salen a la calle a pesar del riesgo de ser alcanzados por las balas para darles a sus seres queridos un entierro digno.
La muerte y la vida están estrechamente entrelazadas en Haití, donde muchos creen que los cuerpos necesitan un lugar de descanso formal para que sus espíritus puedan pasar al más allá.
En una mañana sofocante reciente, un puñado de músicos tocaban tambores y una trompeta mientras amigos y familiares de Joseph entraban a empujones en un cementerio pequeño y abarrotado, izando el ataúd en alto mientras se hacían circular pequeñas botellas de ron Barbancourt.
Los gritos se hicieron más sonoros cuando sus amigos abrieron el ataúd, despidiéndose mientras prometían vengarse.
“¡Solino nunca morirá! Siempre nos pondremos de pie y lucharemos”, dijo Janvier Johnson, de 28 años.
«¡La lucha apenas está comenzando!”, gritó otro hombre mientras se enjugaba la frente.
Joseph fue asesinado hace algunos días, alrededor de las 5 de la tarde. Se había cortado el pelo en la barbería antes de volver a la escuela y estaba cruzando la calle para volver a casa cuando sufrió un impacto de bala en el cuello, dijo Frantz Paulson, su primo de 24 años.
Paulson está familiarizado con la dificultad de enterrar a personas en medio de la incesante violencia pandillera. A su hermano mayor lo mató una bala perdida el mes pasado y su madre fue asesinada en 2023. Todos vivían en Solino, uno de los últimos reductos de Puerto Príncipe que aún no ha sido tomado por las pandillas, las cuales ya controlan el 80% de la capital.
Considerado un lugar estratégico, las bandas han ido ganando territorio en Solino, disparando desde los techos de las casas. Balas perdidas mataron a otras tres personas la misma semana en que murió Joseph.
A consecuencia de ello, líderes de la comunidad han acordonado Solino, controlando quién entra a este vecindario de clase trabajadora en el que viven docenas de agentes de policía.
Aunque muchos habitantes de Solino se niegan a hablar con periodistas, la comunidad recibió a un equipo de reporteros de The Associated Press el día que Joseph fue enterrado.
Su madre, Daphne St. Cyr, recuerda que a Joseph le encantaba la escuela y quería ser ingeniero agrónomo. También era un gran aficionado al fútbol y jugaba frecuentemente.
“Desde que era un bebé pateaba todo lo que encontraba”, recordó con rostro serio.
Era obediente y se llevaba bien con mucha gente del barrio, añadió St. Cyr.
“Todo el mundo lo quería, los niños y los mayores”, dijo la mujer. “Respetaba a todo el mundo”.
La hermana mayor de Joseph permanecía en silencio junto a su madre. No quiso hacer declaraciones.
“No quiero perderla”, dijo St. Cyr, mirando a su hija. “Quiero que abandone el país”.
Los asesinatos y atentados de Solino se atribuyen a la agrupación de pandillas creada por Jimmy Chérizier, un expolicía de élite mejor conocido como Barbecue.
Esta colonia, de unos 80.000 habitantes, ya cuenta con nueve refugios grandes e improvisados que se encuentran abarrotados de familias que han huido de la violencia, dijo Daniel Saintiace, un líder comunitario que se comprometió a que Solino no será tomado por las bandas.
“Resistimos. Así es como nos mantenemos fuertes”, dijo, mientras pedía a la gente que ayudara a Solino. “No vamos a huir”.
José fue enterrado una semana después de ser asesinado. Su familia se sintió aliviada de haber encontrado un lugar para él, ya que las pandillas han bloqueado el acceso a muchas zonas de la capital, incluso a espacios venerados.
“No todos los cementerios están disponibles”, manifestó Nicy Nadir, un músico que toca en los funerales. “Hay lugares donde no se puede ingresar”.
El pastor Claudy Midy, propietario de la funeraria que ayudó a organizar el entierro de Joseph, dijo que el único consuelo que puede ofrecer es sentarse con las familias y explicarles que la muerte forma parte de la vida.
Los entierros son muy importantes en Haití, añadió, especialmente cuando muere alguien joven.
A Midy le reconfortó que la familia de Joseph pudiera enterrarlo. Cuando la gente llama a la funeraria pero dice que no tiene ningún cuerpo que sepultar, lo único que él puede ofrecerles es un cartel con la foto de la persona y una breve ceremonia simbólica.